VÍCTOR SUÁREZ





“Yo me quedé paralizado, sufriendo la indolente naturaleza”





EL VIENTO EN TU CABELLO





Te acuerdas de aquella tarde, cuando el viento nos azotaba implacable. Sí, tú decías que como tus padres, éste también nos quería separar. Recuerdo que las ráfagas zumbantes revoloteaban tu cabello y me permitían ver, por última vez, intuí, tu cuello limpio de gacela y el contorno de tu nuca de niña. Mientras hablabas, tus ojos buscaban los míos; pero yo los rehuía. Mostrarme duro ahora era mi castigo. Miraba el horizonte, ese cielo ceniza que parecía querer cubrirnos. No, no quería escuchar lo me decías, pues, días atrás, una angustia que se me situó entre la cabeza y el pecho, me hizo presagiar el final. Esa tarde, todo se puso en contra nuestra, Claudia. El viento arrastraba la voz machacante de tu madre (chillaba como una bruja la vieja) y la mezclaba con el polvo que arremetía contra nuestros ojos y se adhería a nuestros labios. Ese ataque de la naturaleza me indignó aún más. Tus labios de pétalos de rosa emitían insoportables explicaciones que yo me negaba a escuchar. Preferiría oír la infame voz de tu madre y sentir los golpes de las ventoleras. Para qué prestarte atención, para qué refutar tus motivos. El amor es irracional y por eso se entrega libremente. Sólo tenias que abandonar a esos que no aceptaban. Sólo eso, Claudia. Debiste abandonarlos y huir conmigo, preferirme a mí y no a ellos. Pretendía oír de tus labios esa resolución definitiva. O, por lo menos, alguna señal que alargara mi esperanza y mi locura. Pero sabía que jamás harías eso. Ay, si hubiera visto tus ojos, si hubiera contemplado tu púber rostro, qué habría sido de mí en ese instante. Habría caído de rodillas y tomándote la mano hubiera implorado con pasión. ¿Acaso una humillación más era necesaria? Felizmente permanecí impertérrito. Tu madre te decía que te olvidaras de esa tontería sino querías enfurecer a tu padre. Sí, a ese desgraciado como lo llamaste aquella vez que llegué a tu casa. ¿Recuerdas? Te quedarías sola, y tendríamos dos horas juntos. Y cuando llegué me dijiste que ese desgraciado te había dejado bajo llave. Aún recuerdo que nuestros rostros apenas se veían por la ventanilla, y cuando nos besamos dijiste que ojalá el calor de nuestros labios fundiera el chinchoso hierro. Entonces, nos echamos reír. Después te contemplé, y amenacé con tirar la puerta o entrar por el techo, si es que no te fugabas. Pero sólo me complací con acariciar tus mejillas acaloradas con las yemas de mis dedos; luego, tomé tu cabello y lo hice atravesar los barrotillos, los olfateé y me embriagué con su olor y textura. Sí, Claudia, tu padre, ese sujeto al cual amabas intensamente y que dominaba por medio de chantaje y amenaza, no dejándote posibilidad de sublevación, es el culpable de nuestra desgracia. Y entonces no pudimos más, la lluvia se desató, y con ella también brotaron nuestras lágrimas. Lágrimas que yo pude sostener en mis parpados. Pero que tú dejaste recorrer tu rostro, que dificultaran tu respiración y que la voz se te entrecortara. De alguna forma disfruté ese momento. Ahora te tocaba llorar a ti ¿Ese llanto era un prueba de amor? Ay, Claudia, Claudia, si comprendieras que para mí no era suficiente. Quise probarte aún más, y te dije que huyéramos en ese instante. A dónde me dijiste. Qué importaba a dónde, Claudia, a donde estemos juntos para siempre, eso era lo que importaba. Tú no te atreviste a abandonarlos, debías partir y quizás no regresarías; lo hacías por ellos, especialmente por la pobre vieja. Además –si, ya sabía–, aún no cumplías los dieciocho, te faltaban tres y yo debía tener paciencia, esperarte. Tonterías, pensé mientras continuaba impasible. Y quise comenzar a odiarte a partir de ese momento. No supiste qué decir, te cansaste de monologar. Entonces la lluvia arreció y tu madre bramó. Diste media vuelta y desapareciste para siempre tras esa puerta, tras esa ventanilla. Yo me quedé paralizado, sufriendo la indolente naturaleza. Después, me importó un carajo la lluvia y deambulé por las calles, buscándote, indagando noticias tuyas. Y ahora te encuentro aquí. Tuve que atreverme a preguntarle a tu padre que de casualidad me lo encontré en un ómnibus. Él no entendía cómo pudiste hacer una cosa así, tomar ese maldito veneno, que te fulminó entre vómitos y contracciones. Y hoy que estás allí dentro, siento algo se sosiego al saber que más prueba de amor no te puedo pedir.













PEQUEÑA SERENATA NOCTURNA





El interior de la furgoneta está iluminado por una minúscula bombilla que vuelve cetrinos los rostros de los pasajeros. Carol viaja de espaldas al conductor, en una pequeña banca horizontal improvisada como asiento. El vehículo, preponderantemente, está atiborrado de gente con rasgos indígenas, mal vestidos, con signos de ictericia en la esclerótica de los ojos y con los dientes carcomidos por las caries. La pantalla del celular, que Carol lleva en la mano, resplandece y vuelve azulinos los inexpresivos rostros, la melodía que acompaña la señal es la Pequeña Serenata Nocturna. En el cristal Carol lee unknow y luego: ¿Ya saliste de la universidad?, estoy en internet pensando en ti, te espero donde siempre, hoy termina todo como tú quieres, Steve. Cada vez que sube un pasajero, el banquito se balancea y Carol golpea su cabeza contra el respaldar del conductor. En contraste con los demás, se la ve radiante; sabe que pronto esto acabará, pues su padre ha iniciado una carrera política que si la mantiene le podrá ofrecer a la familia estabilidad y bienestar como la que hay en Europa. Y Carol ya sueña con Suecia y con el auto Toyota color vino tinto que el otro día fueron a ver. Se siente dichosa entre tanto desdichado y eso la hace feliz. El conductor enfila por Real y se aleja del centro de la ciudad (sucias fachadas, edificios contrahechos, tiendas anodinas), enciende la radio y en una estación se escuchan los acordes sincopados del Huayno con arpa y sintetizador y los arrebatos de Sonia Morales. El aire del interior esta recargado de olores y Carol se abochorna, piensa: gente de ascendencia campesina, sucios, mal olientes, miserables, ¿quién los ha jodido? Salir, huir de una vez. Y Steve se parece a ellos. Cómo no te diste cuenta la noche en que tu padre te presentó a la sociedad, fue tu pareja, te embrujó en un vals de Strauss y te le rendiste en un mix de Maná, tú te encaprichaste e impusiste, te sentías tan segura de poder dominar las situaciones. Por eso, después de saborear muchas veces la suave espuma y el amargor de la cerveza que liberaron a la mariposa de su envoltura, te dejaste arrastra por él hasta el terrenito que queda detrás y allí sentiste su aliento y sus labios, no abriste la boca ni utilizaste la lengua, Carol. Carol antes de ir a casa va directamente al terreno baldío que queda detrás. Ve el perfil de Steve iluminado por la fosforescencia de la luna, apoyado en el viejo y solitario eucalipto. Siéntate, le dice Steve. No tengo mucho tiempo, plis, mi mami no tarda en llamar, contesta Carol, inquieta, saltarina, juguetona. El insiste pues la quiere ver como aquella vez, reclinada en el árbol. De mala gana Carol acepta, tira la mochila al suelo y se recuesta en el tronco. Por un momento yergue el dorso y los pechos firmes y núbiles, abrigados por una chompita de alpaca, desafían la presencia de la luna, amenazan el estrellado firmamento. Steve tararea una canción de los Kjarkas que se oye a lo lejos, y ella le dice: ¿te gusta esa música?, ¿haz escuchado a Travis? Luego, el espacio se va llenando de palabras tiernas, de súplicas, de argumentos del corazón, de dolor, de esperanza y desesperanza, de belleza y locura, de amor y desprecio. De pronto el silencio, la majestosa luz de la luna sobre las siluetas inmóviles, fantasmagóricas. En eso, el ruido como el de una rama que se rompe y cae. Carol se palpa una mejilla y sus asustadizos ojos tiemblan frente a los de Steve. Coge su mochila e intenta apartarlo de su camino, lo enfrenta, pero las manos violentas, la vuelven contra el tronco del árbol. Al instante Carol reconoce, frente a ella, un resplandor opaco de metal y un temblor de manos que sostienen el arma. Y antes que sus labios pronuncien palabra, la pólvora hiede la atmósfera serrana y chamusca la larga cabellera de Carol. Los ruidos de la noche se mezclan en una confusa sinfonía: ladridos, el rumor del batir de hojas por el vientecillo de la noche, y el ir y venir de los autos a lo lejos. Vuelta la calma, mientras se escucha nítidamente en la lejanía una salsa de Oscar de León: no me vuelvo a enamorar/ yo no me vuelvo a enamorar, y gente que canta y ríe, en el pequeño espacio irradiado por el testigo astro, se vuelve a oír, impetuosa, la Pequeña Serenata Nocturna.






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